lunes, 3 de septiembre de 2012

San Pedro de Atacama, la llamada del desierto


Géiseres para mirar con respeto, dunas infinitas, cielos tapizados cada noche y la laguna con mayor concentración de sal en el mundo componen un escenario único que se hace sentir en el cuerpo

"El desierto es así: te recibe o te rechaza", dice sin vueltas y verborrágico Miguel, el joven profesor de historia devenido guía de turismo en uno de los lugares más hostiles e imponentes del mundo, ubicado al norte de Chile, en pleno desierto de Atacama. "A mí me recibió", agrega, de nuevo sin vueltas y con orgullo, mientras cae el sol en la Reserva de los Flamencos, en el sector oriental del Salar de Atacama conocido como Soncor, donde se encuentra la Laguna Chaxa. Después de viajar por el mundo y llegar a este páramo, aparentemente inhóspito y agreste, el destino le dio a Miguel la bienvenida en esta tierra inerte, de sol abrasador y noches tan estrelladas como heladas.

Atardece y los últimos rayos se funden en un horizonte de sal, lagunas lejanas y gaviotas andinas, que surcan el cielo, ajenas a cualquier mirada. Más allá también son testigos silenciosos las aves que le dan nombre a la reserva, bellísimos flamencos que parecen intensificar, aún más, la onírica escena. El paisaje es un mar de olas congeladas, kilómetros de olas de cristal que desde hace miles de años, se fueron gestando para mostrarse así: firmes, estoicas, infinitas. Sentirse pequeño o dentro de un sueño, son sólo algunas de las múltiples sensaciones que despierta cada recorte del predio y que se multiplicarán en cada nuevo lugar que se visite.

Es difícil entender al desierto: su bienvenida es tan árida como impactante, y desde el momento en que se pisa su suelo, se puede saber, de algún modo inexplicable, que el universo entero puede concentrarse en un solo granito de arena. Y una vez allí, es imposible ser ajeno a su voz. No emite sonido sino que se percibe en el silencio. Hay algo allí, en este corazón andino, que late fuerte. Y deja huella.

Liviano como el aire

La ruta parece eterna -como todo en el desierto-, y su vigía desde los tiempos de los tiempos custodia en silencio. Bien podría ser el Mordor que ideó Tolkien en el Señor de los Anillos -y recreó Peter Jackson desde el Monte Ruapehu en Nueva Zelanda-, pero no, es el volcán Licancabur y tiene espíritu propio. Sus 5900 metros, dicen, lo convierten en el guardián de San Pedro de Atacama. Su nombre significa "cerro del pueblo" en kunza, el idioma del desierto, perdido hace ya muchos años, aunque no así su misticismo.

En el centro del volcán no se funde el famoso anillo, sino que se guarda parte de la historia del mundo, que se sigue tejiendo en su interior y despierta admiración y respeto. Ante sus ojos, los pocos flamencos de la Laguna Cejar -a 20 kilómetros de San Pedro de Atacama-, ni se inmutan. Continúan alimentándose con total parsimonia, en un espectáculo que no admite interacción con los espectadores: está prohibido acercarse para no invadirlos y así preservar la especie en su entorno natural.

Unos metros más allá, espera la Laguna Piedra, y la magia eleva a todo aquel que se anime a trascender sus aguas heladas y sumergirse. Claro que la inmersión dura pocos segundos: gracias a su concentración de sal -la mayor del mundo, aún antes que la del Mar Muerto-, cualquier cuerpo flota, casi instantáneamente. Aguas cristalinas y liviandad absoluta, frente a la mirada del cordón gris de la Cordillera de Domeyko, el imponente Licancabur y sus volcanes cercanos, Lascar y Corona.

San Pedro, un pueblo

Nada le escapa al desierto. Omnipresente, todo lo invade con su aridez y esa rusticidad que pega fuerte en el cuerpo y el espíritu. San Pedro de Atacama es un pueblo pequeño y pintoresco, a 100 kilómetros de la ciudad de Calama, donde el aeropuerto hace la conexión con Santiago de Chile, 1670 kilómetros más al sur, luego de una hora de vuelo.

Tras aterrizar se siente levemente la altura; son 2400 metros sobre el nivel del mar y un paisaje que impacta por lo ventoso, seco, descolorido y aparentemente, infinito. El pueblo de San Pedro, en cambio, es un pequeño oasis, un reducto pintoresco donde no hay prisa. Todo se concentra alrededor de la plaza principal, la antiquísima y bonita iglesia de techo de adobe y, por supuesto, algunas callecitas de tierra polvorienta que vuela al primer soplo del viento, y seca y reseca.

Cae la tarde y una brisa suave templa el ambiente. Cada esquina se llena de viajeros de todo el mundo, paseando por la Caracoles o la Toconao, las calles principales, en las que parece haberse detenido el tiempo. En los visitantes también se comprueba que nadie le escapa al desierto. La piel curtida, el sol en el cuerpo, el fuego en los ojos. Poéticamente, es la mejor definición, pero físicamente la aridez se siente en todo momento y es inevitable: las mucosas se secan, los labios queman, los ojos casi no ven sin lentes de sol y nadie resiste un solo día sin un buen bloqueador solar. Las temperaturas son siempre extremas y exigen ropa clara y liviana para el día, y abrigo fuerte para la noche. Está claro que el destino es exigente, como así también que vale la pena animarse, porque un viaje al desierto de Atacama más que viaje, es experiencia sentida.

Aguas burbujeantes

El día comienza muy temprano y bajo cero, pero nadie se queja: para ver a los géiseres del Tatio en todo su esplendor, hay que llegar justo al amanecer y cuanto más frío, más grandes los géiseres y sus fumarolas, que pueden alcanzar los sesenta metros de altura. Mucho abrigo, pero superpuesto: es indispensable para poder disfrutar de la salida del sol a 4300 metros, porque los cinco, diez y hasta quince grados bajo cero de la madrugada luego ascienden rápidamente, a medida que sube el sol.

En medio del espectáculo, se puede desayunar con vistas a los géiseres -más de 100 en un predio raso de 10km2-, escupiendo vapor sin descanso. Los más osados pueden ponerse el traje de baño y sumergirse en El Pozón, la única piscina permitida para nadar. El resto, se mira de lejos y con respeto: las aguas que brotan, burbujeantes, desde huecos en la tierra y conforman cada géiser, superan los 85° y por supuesto, no faltan las historias de turistas descuidados que terminaron prácticamente hervidos en ese caldo de montaña.

Quién cuenta algunas anécdotas del pozo al que llaman el asesino, por haberse devorado a cuatro turistas hace unos años, es Héctor. Logra miradas espantadas, pero su sonrisa es tan amable como humilde. Se autodefine como guarda-géiseres, aunque antes fue minero en Copiapó -de allí eran los famosos 33-, durante casi toda su vida. No tendrá más de 65 años y su piel, que supo vivir en las entrañas de la tierra durante cuatro décadas, ahora se curte con el sol de las alturas.

El orgullo le brota como el agua de los géiseres al hablar de Caspana, su pueblito natal y cercano al Tatio, de donde es nacido y criado. Enumera con paciencia los minerales que contiene el agua: azufre, arsénico, sal, calcio. Mientras tanto, más allá, en El Pozón, un grupo de franceses que supera ampliamente el promedio de los setenta años, se divierte nadando en la piscina natural. Algo más deben tener esas aguas de las alturas en su cocktail de minerales, porque los ancianos salen revitalizados y jocosos, frente a la mirada casi incrédula de los que ni pensaron en calzarse la malla bajo la tonelada de ropa, al salir del hotel esa madrugada.

La ruta de regreso incluye una parada en Machuca, un pueblito que bien podría estar perdido en la montaña, pero se salva por estar dentro del circuito turístico, aún cuando casi sus propios habitantes, se olvidaron de él. El guía anuncia que su población es fluctuante, pero que en promedio, viven diez personas allí. Es sencillo comprobarlo al recorrer sus callecitas, por las que sólo se siente el silbido del viento y en alguna esquina, el paso cansado de un perro somnoliento. Las casas bajas, sencillas, hechas de adobe y paja -pero con paneles solares-, están prácticamente todas cerradas y aseguradas con candado. Tienen en común las cruces en los techos, que indican la creencia cristiana que a su vez, se comprueba en la bella y rústica capilla que se eleva más allá, en el monte.

Allí donde estacionan los micros turísticos por unos minutos, Isabel y Margarita, fríen sopapilla, una especie de torta frita irresistible; y también anticucho, empanadas de carne de llama o queso de cabra. Les da vergüenza que les tomen fotos pero, cuando entran en confianza, posan con sus delicias y comparten que sus bisabuelos eran oriundos de Machuca, lo que convierte al pueblito en un verdadero sobreviviente a lo largo de los siglos. Algo que sólo pasa en el desierto: más de 400 años de historia y allí, todo sigue congelado en el tiempo.

El chamán del desierto

El cielo es el mismo en cualquier parte, pero hay lugares donde se está más cerca. Al menos es la sensación cuando baja el sol abrasador y aparece la primera estrella. La temperatura comienza a descender, a medida que todo se tapiza de esas luces brillantes y lejanas que empiezan a dibujar constelaciones y trazar destinos.

Carlos es parte del Ayllú de Coyo, una de las catorce comunidades indígenas que viven en la zona. El es una suerte de chamán del desierto, que ofrece conocer el cielo atacameño no desde la astronomía tradicional, sino desde sus antepasados y la cosmovisión andina. Su voz transporta, y mientras lentamente introduce en el mundo de las estrellas y sus significados para los lican-antay, nombre aborigen y ancestral de los atacameños; el viaje ya no tiene retorno.

Unas mantas rústicas en el suelo, un poncho de lana y una infusión de hierbas tradicionales, amainan el frío. Hay algo en ese cielo que conecta con lo primitivo, con el espíritu del desierto que ahora parece estar al alcance de la mano. Recostarse, observar y fundirse en la estrella elegida es la consigna de la ceremonia Talatu, y de repente todo fluye, el tiempo se detiene, no hay calor ni frío, sólo una conexión eterna que recuerda el origen y que todos, absolutamente todos, fuimos, somos y seremos, parte de esa misma tierra.

La voz de Carlos se oye lejana. Ahora sí, el frío cala los huesos. Pero ya no importa. El corazón late al ritmo del lugar y su voz sin tiempo es un susurro que abre la puerta hacia algún rincón del universo. La pregunta final, después de esa meditación casi mística, es cómo volver a encontrarlo, en otra oportunidad. Su respuesta remite a la certeza de Miguel, el guía del comienzo. "Al desierto no se llega por casualidad. Se llega porque el desierto te llama, te busca, te elige. Y te encuentra."
Fuente: La Nación Turismo

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Titulo: La llamada del desierto.
Publicado el 08/01/2012.
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Sitio: 365chile.com
Ver en: http://www.365chile.com/san_pedro_de_atacama/la-llamada-del-desierto_n.html
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